martes, 2 de septiembre de 2014

trip 00

Hacia el límite del caos, alejado del Cielo y del Infierno, los terrenos son áridos por el viento que cruje tempestades. Mi escudo de cuero forrado estaba decido a visitarlo a él, al dueño que crea el incosciente con su dedo meñique.
Es revelador ver su escenario de capas indivisas, en la profundidad de ese desierto plagado de la nada. La cabeza en alto, cubierto mi rostro con un malgastado yelmo para prever la lluvia de flechas, avancé.


El paso era sano y sumiso. Un camino bien marcado se empezó a retorcer por el ruido de la noche.
Por la espalda fui tomado; el hierro forjado atravesó mis sienes e inundó la visión con un río de claridad. El foco se desnubló y las fieras carroñeras se apasiguaron, pero el escorpión interno se despertó. Plantando mi carpa en un cráter decidí conciliar la calma.
Sentado percibiendo el reloj, mientras desde una montaña aparecieron cedros otoñales, coloreados muy parecidos. La hiedra surgía de las raices y tomaba el tronco por su parte más gruesa.
Cerrando los ojos pude ver el espiritu de Eudamón, que me confinó a un viaje por el tiempo, y así como el agua inunda la fosa, me empecé a ahogar en la paranoia.


Era una caravana de civiles llegando a misa cerca de un charco cubierto de moho. Discutían sobre que había que hacer con el monstruo, encerrado en una jaula bajo tierra. Uno de ellos llega sofocado por la prisa, la bestia había escapado. Comienzan a jorobarse por el barullo y les crece pelo en la cara. Las uñas de unos crecieron como tirabuzones enterrándose en los ojos de los otros. Así corren lejos y se disuelven como algodón en ácido corrosivo.
Escapando con dos clérigos, que tenían el don de la parsimonia y la clarividencia, les hablé sobre una guarida para escapar mientras pasaba el embrollo. El refugio estaba a dos islas de distancia divididas por mares muy bajos, pero atestados de corsarios. Navegar esas aguas parecía peligroso para mí sólo, al parecer. Ellos guíaron el camino con  la oratoria y la sabiduría como si de grandes líderes se tratase.

La cueva estaba habitada por ratones, que intercambiaban higos por ron. Estaban escondidos entre los cajones de mandarinas, puestos en las esquinas. Uno de ellos me invitó a sentar, a hablar sobre marinos.

Su discurso llenó mi cabeza de euforia y taticardia. Mis ojos se trababan deformando su rostro, de rata con cuatro ojos, rojos como la sangría.
La luna aulló y me levanté, eran los piratas de Gengis, que ahí venían. En mal estado tomé mi bolsa de nueces y arribé a un trance descabellado.

Perdí la cabeza y sólo pude encontrarla con la voz de un erudito y un arpa. Se oyó hasta la vuelta del crepúsculo, donde decidí esconderme en un templo a Artemisa.
Unos niños con cara de gato me sirvieron un tarro con agua y empezaron a tararear salmos. Uno me dijo que el día de la luz se estaba acercando, y que podría marcharme pronto hacia mi hogar si antes vencía al emperador. Tomé mi hacha y luché contra el, que estaba al otro lado del valle. me disparó con balas de plata y seguí. Corté su garganta de donde salió hidromiel a chorros.
El hechizo se había roto y pude terminar en un sueño, en el comienzo del fin.

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